Hay un hecho que ocurrió hace algunos meses en Venezuela y al que no está de más prestarle atención en este momento. Se trata del caso de Olga Lucila Mata de Gil, una mujer que fue perseguida por la Justicia de su país por haber incitado al odio, según la acusación ¿Cuál había sido el delito? Protagonizar un video humorístico en TikTok en el que se burlaba de algunos jerarcas del régimen de Nicolás Maduro, entre ellos, del fiscal general Tarek William Saab, quien en aquel momento difundió el pedido de captura en su cuenta de Twitter. La base sobre la cual se sustentó esta acusación fue la Ley Constitucional contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia, también conocida como Ley contra el Odio. Quizás a alguien le suene el nombre.
Fue aprobada por unanimidad por la Asamblea Nacional Constituyente de Venezuela, conformada exclusivamente por miembros oficialistas en noviembre de 2017. Entre otras cosas establece sentencias de hasta 20 años de cárcel para quien incite al odio, la discriminación o la violencia contra una persona o conjunto de personas mediante cualquier medio, y legaliza el bloqueo de portales que sean considerados inadecuados por su contenido. También permite revocar la concesión del prestador de servicio de radio o televisión que promueva el odio o la propaganda de guerra, y señala que los medios de comunicación que no difundan mensajes destinados a promover la paz, la tolerancia y la igualdad serán multados con hasta el 4% de los ingresos brutos. Se trata de conceptos muy difusos y generales, y la interpretación queda librada al criterio de quien aplica la ley, es decir, de quien ejerce el poder de coerción. Y allí se encuentra el peligro mayor: sus detractores sostienen que es una invitación a la discrecionalidad que puede ser difícil de resistir para el poderoso corrompido o para quien sienta aspiraciones autoritarias. De ahí a la censura hay apenas un paso.
Desde 2002, la ONG Espacio Público se dedica a documentar los casos de violaciones a la libertad de expresión y al acceso a la información en Venezuela. Algunas de las cifras que publica pueden ayudarnos a comprender lo que ocurre. En su último reporte, dado a conocer este lunes, señala que en agosto aumentaron las intimidaciones a periodistas. Sólo en ese mes la organización relevó 19 casos de intimidación (la cifra más alta desde marzo) y 27 violaciones del derecho a la libertad de expresión.
¿Por qué debería interesarnos esta ley? En primer lugar, porque Maduro propuso esta semana que sirviera de inspiración para sancionar una norma similar en Argentina. En segundo lugar, porque es un tema que el Gobierno viene instalando en la agenda pública desde que intentaron disparar contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, el jueves por la noche.
Salir de la oscuridad
Por el momento parece difícil que un proyecto con estas características u otras similares avance en el Congreso -aunque siempre puede haber sorpresas-. De hecho, sólo con los dichos de funcionarios o personajes cercanos al oficialismo se podría hacer un catálogo de expresiones que reflejan odio ¿O acaso no fue Luis D’Elía el que en 2018 dijo que a Mauricio Macri había que fusilarlo en la plaza de Mayo? Y ese es apenas un ejemplo.
Quizás cabe preguntarse entonces ¿qué se está intentando tapar con la discusión sobre esta hipotética ley? ¿Que los argentinos dejen de hablar de la inflación, por ejemplo? ¿Que no adviertan que quizás a fin de año cualquiera asalariado -usted, yo, algún familiar o amigo- termine viviendo por debajo de la línea de la pobreza? ¿Que hay una generación entera que se quiere ir del país?
El odio es un sentimiento tan inherente al humano como el amor. En todo caso, el problema ocurre cuando una persona convierte eso que siente en una acción que puede dañar a un tercero. Pero ahí entramos en otro plano y hay que tener mucho cuidado con permitir que se vincule una simple emoción (estar en desacuerdo con las ideas políticas de Cristina, por ejemplo) con un plan premeditado para matarla, que es lo que aparentemente ocurrió el jueves. Como dijo el periodista y psicólogo Diego Sehinkman, entre una cosa y la otra media nada menos que la evolución humana.
Señalar a los medios e inclusive a algunos periodistas como instigadores del atentado contra la vicepresidenta y proponer normas que buscan silenciarlos es, como mínimo, una falta de respeto a la inteligencia de una sociedad libre. Por eso, en momentos de ánimos crispados conviene recordar el eslogan del diario estadounidense The Washington Post (sí, el del caso Watergate que derivó en la renuncia del presidente Richard Nixon): “la democracia muere en la oscuridad”
Importante y relevante
Que alguien haya intentado asesinar a la vicepresidenta de la Nación -que, al mismo tiempo, es la figura política de mayor peso en Argentina- es un hecho de una gravedad sorprendente que debe ser esclarecido por la Justicia cuanto antes. Ahora bien, pasado el impacto inicial, ¿sigue siendo ese el tema prioritario en la agenda cotidiana del argentino de a pie? Hay un dato que puede ayudar a entender este escenario. El jueves por la noche, los auditores de audiencia de LA GACETA (es decir, las herramientas tecnológicas que miden el comportamiento de los lectores) marcaron picos de interés muy altos. A medida que pasaron las horas, eso se fue diluyendo. Volvió a repuntar luego de la medianoche, cuando el Presidente anunció el -injustificable- feriado del viernes. Es decir, cuando miles de padres volvieron a conectarse para saber si debían mandar a sus hijos al colegio (cabe mencionar la pasmosa demora del Gobierno tucumano en confirmar el cierre de las aulas; lo hizo recién pasadas las 2 de la madrugada). De ahí en adelante, las notas que reflejan las derivaciones del intento de magnicidio quedaron bastante lejos del grupo de los contenidos más leídos.
Aclaremos algo: eso no le resta ninguna importancia a un tema que seguramente conmovió a muchas personas y que, como dijimos antes, debe ser esclarecido en los Tribunales. Además, se trata apenas de una foto: la de los lectores de LA GACETA en su edición digital. Pero sí nos brinda un indicio de la relevancia que le otorga a esta cuestión una porción de la sociedad en la escala de sus prioridades. Quizás la pregunta que deberían estar haciéndose algunos dirigentes -y sus asesores- en este momento es ¿dónde está puesta la atención de la persona a la que le quiero pedir su voto el año que viene? ¿Cuáles son sus urgencias? ¿Están vinculadas con la agenda que marca la clase dirigente o van por otro lado? ¿Puedo hacer algo para incidir en su realidad y, de algún modo, mejorarla?
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Del otro lado de la cordillera, en Chile, el domingo ocurrió algo que debería interpelar a los políticos argentinos. Allí, el 62% de los votantes rechazó la nueva Constitución (a pesar de que en 2020 el 80% había estado de acuerdo con cambiarla). El triunfo de esta postura fue mucho más holgado que lo que se pronosticaba, al igual que la participación: votó casi el 90% del padrón, lo cual convirtió este plebiscito en un hito. Si bien todavía resta mucho por analizar, hay algo que sí quedó claro: nadie fue capaz de advertir que había una mayoría silenciosa que no hacía ruido en las redes, que no aparecía en los medios ni copaba las movilizaciones. Pero que, a pesar de su vocación sigilosa, el domingo habló, lo hizo a través de las urnas y hasta los sordos la escucharon. Lecciones que nos da la democracia.